de David Gutiérrez



Cuadro de otoño


       La tenue luz de un noviembre apático entra sin hacer daño por los amplios ventanales del café. Hay pocas mesas, de madera, y todas tienen su azucarero perfectamente colocado en el centro.
       Ferdinand contempla en el fondo de la taza los posos del roiboos que terminó hace rato. Parecen recuerdos diminutos. Los cascos en los oídos siempre facilitan algo de aislamiento. Nothing else matters” le hace sentir el aliento de la mañana, hoy quieta como pocas veces. Un papel arrugado dentro del bolsillo le impide olvidar la lista de obligaciones. Tiene tanto que hacer que no va a hacer nada.
       Enfrente, ligeramente a la izquierda y con la espalda apoyada en la pared, está sentada Griselda. De cuando en cuando le pide una calada a su cigarrillo electrónico y su boca se vuelve vapor, denso, blanco, efímero. Solo ha bebido dos sorbos de agua con gas y en el vaso yace un limón solitario, acorralado entre trozos de hielo, cada vez más acosado por las burbujas.
       Ferdinand la mira. Ella no. Está demasiado entretenida con el teléfono, conversando con alguien a través de los dedos silenciosos sobre la pantalla. Los párpados de Griselda son dos cortinas verdes y su media melena negra tiene el brillo con el que transcurrirá el resto de su vida.
      Están cerca. Tan solo le separan unos metros, unos palmos de atmósfera detenida, pero no hay miradas cruzadas ni palabras. No saben si se conocerán alguna vez. Ni siquiera lo sé yo. Ferdinand piensa en ello. Ella no.
      En una de las mesas del lado del ventanal una pareja (probablemente matrimonio) conversa en voz baja. Les acompañan dos cafés con leche y dos croasanes. Todo es simétrico. Él solo habla lo justo y hace lo mínimo imprescindible, como siempre. No hace más para no equivocarse. Ella le sigue la corriente. Es imposible oír de qué hablan pero da igual. No parecen sufrir.
      El dueño (y encargado) del local seca vasos sin tregua detrás de la barra mientras observa a unos y a otros por si le piden algo. Le vendría bien que entrase algún cliente más a desayunar o a tomar el aperitivo. ¡Puta crisis! Es joven. No tiene tripa y suele gustar a las mujeres, sobre todo cuando se lava el pelo. La escena no pide más: un café, ocho mesas, un ventanal y cinco personas con sus mundos a cuestas. Una nube en plena tierra.






Diluvio y espera



                    Carne y hueso, paraguas, gabardinas,
                    y un charco en cada vértice de lluvia
                    recuerdan que Noé inventó las olas
                    al principio del agua y del principio.

                    Mi espera se reduce (y no me quejo)
                    a luces en el suelo, desmayadas
                    sobre el brillante asfalto negro y seda
                    de esta parte del día que tiene luz de noche.

                    Delante tengo gotas,
                    y un río diminuto deslizándose
                    sin vértigo, como pequeña lágrima,
                    por el cristal que asoma a nuestra calle.

                    Dentro…
                    tu imagen contenida en un pet-tac,
                    la vida en un contraste.
                    Y yo te escribo en guardia,
                    con los ojos de perro,
                    al acecho, alerta, bienherido.


1 comentario:

  1. Los dos textos, a mi modo de ver, participan de lo poético.
    La tenue luz de un noviembre apático, suena muy bien e insinúa más allá de lo que dicen las palabras. Digo, que el texto en prosa suena a ritmo, podría decirse; eso sí, dentro de un mundo descriptivo que engancha.
    No sé yo si Noé inventó las olas, pero sí pasó el diluvio y abrió el campo de lo incomprensible de las cosas que es precisamente la especialidad de la poesía: ese recodo del alma que ni Dios entiende.
    Abrazote, David.

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