de Soledad Serrano Fabre



El hijo de Job


       He regresado a mi tierra después de un largo viaje que ha durado años. Cuando llegué a la puerta de mi hogar nadie salió a recibirme, cuando llamé, el rostro que entreví en el dintel no me era conocido.
       — ¿Quién eres extranjero y qué deseas?
       La pregunta me dejó mudo un instante porque aquella era la casa de mi padre y ella una desconocida.
       — Esta es la casa de mi padre, Job y yo soy su hijo. Hace ya mucho que emprendí un viaje y he vuelto. Estoy muy cansado. ¿Quién eres tú?
       La puerta se abrió. Los ojos de aquella mujer se llenaron de lágrimas y me miró como quien contempla una aparición...
       —Pasa sin temor, hijo de Job, ésta sigue siendo tu casa y yo tu servidora. Perdona que no supiera reconocerte.
       —¿Y mi madre? ¿Dónde están mi madre y mis hermanos? 
       Su silencio me llenó el corazón con un temor hasta entonces desconocido.
       — Pasa, no es conveniente que escuches lo que tengo que decirte estando fuera de tu casa.
       Me introdujo hacia el interior, todo estaba cambiado, las estancias eran las mismas pero ninguno de los objetos que en ellas se encontraban me era familiar. Varios niños pequeños fueron a colgarse de las faldas de la que parecía ser su madre. Me senté y ella trajo un cuenco para lavar mis pies cansados y llenos del polvo del camino. Su voz era cálida y dulce; con suavidad fue narrando uno a uno los acontecimientos que se produjeron en el transcurso de mi larga ausencia. Las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas y yo sentí que el nudo que apretaba mi garganta se deshacía en sollozos. Después de largo rato pregunté
       — ¿Y mi padre?
       — Tuvo que ir con el ganado, pronto volverá
       Uno de los chiquillos se había acercado a mí y me miraba con curiosidad. La miré a través de aquella tristeza infinita
       — ¿Es hijo tuyo?
       — Es mi hijo y tu hermano. 
       Me levanté despacio y acaricié la cabeza rizada de aquel pequeño. Busqué en sus ojos el rastro de mis hermanos muertos y no lo hallé. Ella me observaba sin saber qué hacer.
       — Me voy, no le digas que he vuelto
       — ¿Por qué no te quedas, este es tu hogar? Tu padre sabrá que por lo menos tú estás vivo
       — Si mi padre sabe que sigo con vida no podrá evitar recordar a los que no están. Nada hay aquí que yo pueda seguir llamando mío. Déjame partir y guarda silencio sobre mi vuelta.
       Salí al exterior. La luz cegadora del mediodía me hizo daño. Yahvé se olvidó de mi existencia y la vida que me había sido respetada era, en ese instante, un insoportable dolor. Emprendí el camino de vuelta, las felices noticias que le traía carecían ya de importancia. 







Samaritana



       Qué importa cómo me llame, todos me conocéis por el nombre de mi tierra: Samaria. Es una tierra salvaje y extraña donde los hombres tienen la mirada dura y la voz seca. Aquella tarde yo había ido al pozo como cualquier otro día. Nada era diferente de otras jornadas, el calor espeso se dejaba sentir por el sendero igual que todos los veranos; los pájaros seguían con su loco piar viéndonos pasar desde las ramas de aquellos árboles pequeños y poco frondosos. 
       Él estaba allí, sentado en el brocal; me acerqué cautelosa y eché el cubo al pozo. El sonido del choque contra el agua me provocó un estremecimiento. Su voz sonó suave: 
       —¿Me das agua, mujer? 
       Me extrañó su petición porque él era judío y las relaciones entre su pueblo y el mío se habían vuelto difíciles. 
       — Sabes que soy de Samaria ¿cómo me pides de beber? 
       Me miró con una expresión que jamás había visto. Su sonrisa hizo callar a los pájaros y una leve brisa rompió el calor de la tarde. 
       — Si supieras quién es el que te pide de beber, serías tú quien pidiese un poco de agua. 
       Me sonó pretencioso. No tenía ni cubo ni cuerda para sacar agua, el pozo era muy hondo, y hablaba como si todo aquello no le importase. 
       — ¿Y cómo la vas a sacar? ¿Tienes tú más poder que nuestro padre Jacob que nos dio el pozo? 
       — Todo el que bebe de este agua volverá a tener sed, pero el que beba de la que yo le de nunca más volverá a estar sediento. 
       Lo miré con curiosidad 
       — ¿Dónde guardas ese agua? Si tan fresca es dámela para que yo nunca más tenga sed —mi voz seguramente le sonaba a burla—. Me ahorrarás este trabajo de todos los días para venir a sacarla. 
       Siguió mirándome tan hondo que me di cuenta de que el agua ya era lo de menos. Me habló entonces de mi vida como si leyese mis pensamientos. Nada mío le era ajeno. Ninguno de los muchos hombres que habían pasado por mi vida tuvo tanto poder sobre mí. 
       Se quedó dos días en el pueblo, hablando con mi gente, compartiendo nuestro pan y aliviando con su voz la pobreza de nuestras vidas. Supe que sus palabras eran el agua que calmaba para siempre la sed. 
       Le vi marcharse una mañana rodeado por sus amigos sin mirar atrás y supe lo que tenía que hacer. 
       Recogí mis pocas ropas en un hatillo y partí tras sus huellas. 
       Ha pasado mucho tiempo. La oscuridad del día de su muerte parece que se ha instalado en el mundo. 
       Yo he vuelto a la ciudad que me vio nacer. Voy todos los días al pozo y si alguien, cansado y sediento, me pide de beber siempre tengo agua para darle. 



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