de Luisa García-Ochoa


Olores



       Mientras sacaba los productos comprados del carro y los instalaba en el coche pensaba:
        Otra vez estoy con el hombre equivocado.
        En ese momento me sensibilicé con un olor a vainilla que invadía el aparcamiento. Me resultó agradable, me gusta el olor a vainilla más que su propio sabor.
       No es la primera vez que me ocurre cuando tengo un pensamiento oscuro o sombrío o, simplemente, dudoso: mis sentidos buscan algo mejor. En este caso mi olfato captó el suave aroma a vainilla.
       — ¿Tendría razón mi amiga Palmira cuando afirmaba, de forma contundente, que para los hombres somos un agujero? Bueno: dos tetas y un agujero.
        ¡Mmmmmm y ese olor a vainilla que me embriagaba!
       Dejé el carro, me subí al coche y salí del aparcamiento.
       Palmira me llamaba un día sí y otro también y, siempre, terminábamos hablando del sexo opuesto. Ella hablaba por las dos, por el suyo y sus defectos y el mío y los suyos.
      Mi olfato detectaba el olor a gasolina y asfalto, así que puse el disco de Bob.
        ¿Sería Dylan como todos? Aunque si era como todos, al menos te canta, que no es lo mismo ¿no?
       Al entrar en casa sonó el teléfono, era él, hoy no tenía ocupa, podríamos estar juntos en su casa.
       ¿Qué es lo que yo quería un viernes a las ocho de la tarde? ¿Quería ser dos tetas y un agujero? Siempre la indecisión.
       Fui a su casa, decidida a hablar, habiéndome ensayado varias premisas: la primera, nuestra secreta relación que duraba ya tres años, y las siguientes, relativas a sentimientos oblicuos que, aún en una postura surrealista y vital que huía con gran esfuerzo de la cultura judeocristiana que nos inculcan, me atenazaban la mente como un fórceps sin compasión.
       Él atendió mi discurso, me invitó a una cerveza y después nos despedimos.
       Al día siguiente, a media mañana, sonó el teléfono con un número desconocido. Alguien requería mi presencia con urgencia, alguien repetía mi nombre en un hospital en Madrid.
      Allí estaba él, medio sonriente, sus tres hijas le acompañaban. Entramos a la consulta del psiquiatra.
      ¿Conoce usted a este hombre? - dijo sin más preámbulos el médico.
       Le miré, seguía sonriente y contesté afirmativamente bajo la mirada absorta de sus tres hijas.
        Aclarado - dijo satisfecho el facultativo -. Como les comentaba al comienzo de su visita no tiene demencia senil. Su padre está en su sano juicio.
       Pedro se agarró a mi brazo de forma férrea, como para no soltarme nunca, como si fuera de su propiedad.
      Todos nos miraron mientras salíamos del hospital.
        ¿Era el hombre acertado? - seguía pensando.
      Un olor a éter se descomponía en mi nariz.









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