de Rafael Mulero



La esquina del Oeste




       Armenda, la puta callejera, es una mujer grácil en su pequeña estatura; algo descuidada en sus andares que, en la esqui­na, los hace lentos e indecisos. Camina a tientaparedes.
       Las arrugas que se alojan en su rostro, Armenda pre­ten­de disimularlas con maquillajes espesos y de una fragancia pringosa. Tiene la mirada añeja y quebrantada. Del antiguo resplandor de sus ojos negros, apenas queda un destello. Las ojeras cárdenas le ayu­dan a transmitir un aspecto ajeno y des­preocupado.
       Cuando anochece, Armenda aparece siempre en la misma esquina, en la confluencia de la calle del Pintor Rosales con la calle de Benito Gutiérrez, paseándose calle arriba, calle abajo, y mirando con cierto disimulo a los coches que por allí circulan. De vez en cuando, encuentra algún cliente y la ca­lle, -su esquina-, se queda solitaria, sin apenas peatones que la paseen. Al cabo del tiempo, Armenda vuelve, de nuevo, algo más contenta.
       Hace algunos días, Armenda estaba cansada de hacer su paseo calle arriba, calle abajo; de detenerse en la esquina azota­da por los vientos del Parque del Oeste, y permaneció sentada, pensativa y un tanto triste, en el banco de madera agrietada. Su mirada se detuvo sin intención en el portal de la casa, -lujosa en mármol, luz y alfombras-, que estaba frente a ella. En el otro extremo del banco, la portera respiraba los aires con olor a pino, de la noche fría que había nacido hacia tres horas.
       Cuando Armenda tomó asiento, y su cuerpo comenzaba a sentir esa especie de dulzor que procura un instante de re­po­so, la otra mujer, -la portera-, acortada en su talla por la uniformidad de su obesidad rectilínea, y su rostro desfi­gurado por la agita­ción del cotilleo practicado sin descanso a lo largo de los años, se levantó repelida del banco como si Armenda le provocara asco, y dirigió sus pasos cortos al portal, a "su portal". En la puerta de servicio, casi frente a Armenda, permaneció cruzando los brazos por debajo de sus am­plios pechos en una actitud desafiante.
       Los faros de un coche lanzan ráfagas de luz blanca que se clavan en la espalda de Armenda, por breves instantes. Escucha la llamada del hombre. Se levanta y se encamina sin ninguna prisa hacia el automóvil. Armenda espera la señal de­cisiva... Un poco antes de llegar a la altura del conduc­tor, hace un movimiento ins­tintivo. Se echa las manos al pecho y lo exhibe dilatado y rotun­do. La portera no pierde detalle de sus movimientos, y después de una lacónica con­versación, que se imagina a su capricho, se queda allá sola, siguiendo con la mirada los indicadores rojos del auto­móvil, que se pierde en la esquina que da acceso al Parque del Oeste.
        ¡Hola!
        ¿Qué tal?
        ¿Cuánto?
        ...
       A través de alguna ventana, se escuchan diez campanadas en un reloj. Las niñas corren apresuradas a sus casas, sofo­cos llevan en las mejillas. Los portales se van cerrando, casi al uní­sono, como si aquellos cencerreos señalaran la hora del pudor. Los cubos de basura malolientes esperan su recogida. Algunos hombres pasean a sus perros que olfatean interesados las manchas húmedas que reposan en los muros. Otros hom­bres, que se distinguen de los demás por su bata, de color gris apagado, abotonada en la parte delantera, y por una gorra de plato que cubre su cabeza, hacen sonar el chuzo repetidamente contra el suelo cuando la llamada de unas palmas se ha­cen vibrantes en la noche, progresivamente silen­ciosa.
        ¿Dónde te dejo?
        No, aquí no. En la esquina.
       Armenda se baja con dificultad del coche. Parece cansada. Sonríe y le dice al hombre un "hasta pronto" prolongado. Su abrigo de paño rojo, el mismo de siempre, vuelve a ceñirse sobre su pecho, algo más dolorido, añejo, rancio y decrépito. Se retoca con la barra de carmín los labios y es­polvo­rea las mejillas con un colorete almagrado. De nuevo adquiere su semblante un simulado encendido, ahora que las luces de las farolas no tiemblan en la indecisión de los primeros momentos.
       Un "camuflado", de un negro siniestro, respetuoso en su continua limpieza, se detiene mediada la calle. A Armenda el corazón le da un salto y siente una violenta agitación en su interior. Pero comprende que no debe correr, ni dar media vuelta para reanu­dar el camino. Es mejor aparentar serenidad, se dice Armenda, y prosigue calle arriba haciendo ine­vitable el encuentro con el au­tomóvil que hace roncar su motor en ace­lerones periódicos y brus­cos. Un hombre de apa­riencia joven, menudo y demacrado, de adema­nes desenvueltos que denotan su fácil irritabilidad, sale al en­cuentro de Armenda. Le cierra el paso y la mira a los ojos. El hombre, de bigote terso, caí­do levemente sobre la comisura de su boca, se identifica con una placa con la que juguetea en su mano derecha. Armenda si­ente un nudo en la garganta; su boca se ha que­dado helada. Un ligero escalofrío le va recorriendo el cuerpo. Tal vez, para disimularlo se acerca al muro áspero y se apoya en él despreo­cupadamente, intentando que su figura muestre un aspecto indo­lente.
       — Mira, vieja, no tengo intención de causarte pro­ble­mas. Es preciso que abandones este lugar. Además no tengo tiempo para perderlo con viejas putas.
       Armenda, al mirarlo, comprueba que ha cambiado. To­dos cambiamos, se dice Armenda. ¿Cuántos años han pasado? No puede precisarlo. Pero lo recuerda con su cara aniñada, im­pe­tuoso y rá­pido haciendo el amor; tenía un pequeño coche de color verde. En aquellos tiempos era amable y siempre sonre­ía. ¡Le había ido tan bien la noche! Y ahora aparecía él. Era de su grupo. De alguna manera llegó a estimarlo. Se lo hacia gra­tis cuando decía que no tenía dinero. Como a los demás... Al menos podía haber disimulado una oculta sonrisa, confidencial, para ellos dos; como prueba de gratitud al tiempo pasado. Pero en su profesión, tal vez como en cual­quier otra, hay que acos­tumbrarse a no esperar nada, se dice Armenda. El tiempo pasado no existe. Ella casi lo había con­segui­do. Pero esta noche...
       Cuando él se aparta de ella y se dirige al coche, Armen­da comienza a recobrar un extraño sosiego. Apoya las ma­nos en la pared y, al sentir su contacto, la encuentra impreg­nada de un ca­lor tibio. Sin embargo, siente frío.
       Desde el coche, antes de escuchar el ruido seco y pesa­do de la puerta al cerrarse, a través de la ventanilla baja­da, el hombre se dirige nuevamente a ella y le dice:
        No me obligue a tomar las medidas que conoce.
       Desde la acera de enfrente, un hombre observa la escena simulando encender un cigarrillo. Al apercibirse de su pre­sencia, Armenda siente alivio porque el otro ha escuchado que la trataba de usted, con cierto respeto.
       Le llegan a Armenda los recuerdos de los momentos pasa­dos en las comisarías, en el juzgado de guardia en la pla­za de las Salesas. Aquella fue una mala época. También hacía frío en la cár­cel. Allí los muros son espesos y grises. En los techos se almace­na y se muerde el frío durante las horas del día. Cuando el "camu­flado" se pierde en la lejanía, Armenda se encuentra invadida de ese temblor recóndito que provoca el íntimo recuerdo del tormento.
       Armenda se vuelve calle abajo, como si de nuevo ini­cia­ra el mismo Vía Crucis de cada día, y va al encuentro de la esqui­na, -"su esquina"-, expuesta a los vientos del Oeste. Su caminar se hace perezoso, encorvado, como si ella misma fuera olfateando igual que los perros de la noche. Se detie­ne unos pasos antes de llegar. Mira la calle arriba, como siempre, pero no puede ver que dos coches, algo espaciados el uno del otro, la están esperando.
       En un extremo del banco, acurrucados uno al otro, una mujercita, de apenas diecisiete años, ofrece su cuello blanco a los besos precipitados de su acompañante. La portera, sentada en el extremo opuesto, los escudriña con atención y una sonrisa se dibuja en su boca, como si de un cómplice se tratara; parece indicar que se hace cargo de la situación. El portero, todavía atavia­do con su uniforme impecable, apo­yado en la puerta de servicio, se encuentra enaltecido en la escena.
       Armenda los contempla a todos. Sus ojos enturbiados ante la importancia del pasado y del presente, se detienen en la luz violácea de la farola lejana, alargada e infinita. Miles de minúsculos rayitos de luces la envuelven de súbito, y tiene la pequeña y casi olvidada sensación de que son otros tantos almavares que se albergan en su cuerpo público, arrugado por los años y las caricias esporádicas de tantos hombres. Está llorando. 
       A pesar de la quietud y al silencio, -ya no suenan las campanas de los relojes-, los dos jóvenes se separan aturdidos, y miran azarados a Armenda.
       Al reemprender el camino, cuando Armenda llega a la altura del portal, se detiene un breve instante ante el portero. Después decide caminar a su esquina. Mientras, el hombre uniformado se limpia de la cara el escupitajo de Armenda, la vieja puta callejera.




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