de Antonio Castillo-Olivares Reixa


¿ De qué color era ?




       — ¿De qué color era?
       — Ummm… amarillo. Pero, no, naranja más bien.
       — Así, como anaranjado.
       — Eso, pero no tan fácil.
       — ¡Explícate! 
       — Bueno, es un color, una tonalidad, difícil de expresar. Lo digo porque quizás se pudiese descomponer en tres matices distintos. Sí, te lo describo mejor haciendo referencia a la terna de aspectos que pude apreciar. 
       — Veamos. 
              — La materia propiamente ambarina, era a mi entender transparente, o digamos translucida, y estaba adosada a una superficie blanca, o mejor expresado, marfil, satinada, como mantecosa y desde luego opaca, en contraste con esa capa externa, como cuento relativamente cristalina, a la que servía aparentemente de soporte… ¿lo ves? 
       — Muy bien, voy entendiendo. Pero el ámbar, ¿no es una coloración bastante definida que no se puede describir exactamente como naranja? 
       — Bueno es que no era naranja, comenté, sino una especie de dorado. Si lo mirabas de cerca distinguías su auténtica naturaleza, un amarillo homogéneo inundado de corpúsculos escarlatas, carmesíes, púrpuras e incluso granates y rosas. 
       — Ufff, me pierdo, ¿son todos distintos? 
       — Por supuesto, el rojo es muy variado. 
      — Algunos me parecen casi sinónimos. 
       — Si quieres hablar con propiedad, para nada. Continúo. Pues bien, dichas partículas coloradas, no se mantenían en posición estática en el seno de ese fluido semisólido, sino que se movían, despacio pero de forma efectiva, en diversas direcciones, siguiendo el curso de presumibles flujos internos de naturaleza desconocida para mí. Por ello, cuando te alejabas de la escena, la superficie, tomaba un aspecto iridiscente y tornasolado de gran belleza. 
       — ¿Estaban vivas esas misteriosas partículas? 
       — ¿Qué no está vivo? ¿Te referirás más bien, a si obraban por voluntad propia, como provistas de inteligencia?... ¡Yo qué sé! Pienso que no; se movían obligadas por la presión de alguna ley, ¡y ya está! 
       — ¡Visto! 
       — Lo importante, te sigo describiendo el panorama, es que cuando te alejabas hacia un lado para mirar en dirección oblicua la superficie, esta adquiría un hermosísimo color que no sé describirte, que no he visto nunca en el espectro físico. Te lo definiría como algo parecido al tono cobrizo, pues se asemejaba a un dorado viejo, a un rojo pardo brillante, similar al dorado rojizo de algunos atardeceres, pero… ¡tampoco! Debería llamarlo de otra forma porque es un color distinto, diferente. 
       — ¡Te envidio! Hay que ver las cosas bellas que guarda la Naturaleza cuando uno tiene sensibilidad para apreciarlas. Cuando uno como tú, se sienta tranquilamente, sin prisas, al borde del mar, o donde sea, incluso en un estercolero, únicamente a disfrutar contemplando la maravilla de la Creación. 
       — Cualquiera puede recrearse con ello, es cuestión de pararse un momento.




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2 comentarios:

  1. Estimado Antonio.
    Yo me pierdo un mucho en las muchas vibraciones de la luz, en esto de lo que escribes.
    Pero sí que La Creación es una verdadera belleza, aunque la belleza no esté en La Creación, más bien en nosotros. Lo que es, simplemente es. Somos nosotros quienes le damos ese toque poético llamado, ejem, eso.
    Un abrazo.

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  2. Querido Santiago, gracias por tu comentario. Pretendía con este pequeño texto rendir un pequeño homenaje al mundo sensible de los colores, ejercicio literario que suelo desatender en mis relatos y del que tú eres un consumado maestro. Un abrazo.

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